Relat de Dol: Siempre serás Mía
Siempre serás Mía
Mi nombre es Raquel, y esta es mi historia.
Llevo casi cinco años con mi pareja y tiempo atrás decidimos que sería un buen momento para aumentar la familia así que nos pusimos al lío. Y como era de esperar al poco tiempo llegó el ansiado positivo.
Recuerdo el día como si fuera ayer. 28 de febrero de 2018, 12 del mediodía y un frio helante en la calle. Las lágrimas afloraban por mis ojos y la felicidad era incontrolable. En cuanto llego mi pareja le di la fantástica noticia de la forma más especial que se pudo ocurrir en el breve tiempo que tenía. Pintarme en mi barriga un enorme “Hola papa”. Estábamos inmensamente felices, contentos, entusiasmados. Por fin íbamos a ser papas.
Acudí a mi visita con el ginecólogo, y empezamos con el seguimiento habitual de lo que sería un embarazo normal. Tomaba mis pastillas de ácido fólico, tenía horribles nauseas durante todo el día, las analíticas y ecografías eran correctas. Un embarazado como cualquier otro.
A las 16 semanas supimos que esperábamos una preciosa niña. Mia, nuestra pequeña Mia. El embarazo avanzaba y mi vientre crecía. Cada vez notaba más y más sus movimientos, sus patadas, a mi hija.
Llegamos al ecuador del embarazo y con él, la ecografía morfológica. Era una ecografía importante ya que podríamos ver detalle a detalle a nuestra niña. Aunque íbamos muy tranquilos y sin preocupación alguna.
Cuando nos llamaron, el procedimiento fue el habitual, me tumbo en la camilla me levanto la camiseta y empezamos a ver a Mia. La doctora toma las medidas correspondientes mientras nos va informando de lo que hace hasta que llega un momento en el que se hace el silencio. Hasta el momento ni siquiera incomodo, ya que no sabíamos lo que estaba por venir.
El silencio terminó y la doctora empezó a hablar. Nuestra hija no estaba bien. Había algún tipo de problema cardiaco y un notable aumento del pliegue nucal de 7,2m. Tras una extensa explicación llena de palabras y conceptos que hasta entonces no había oído en mi vida y no entendía para nada lo que querían decir llegó el segundo silencio, esta vez sí incómodo y lleno de lágrimas. Lágrimas que brotaban de mis ojos sin control, pero en absoluto silencio. No podía hablar, no podía moverme, no podía pensar que aquello me estuviera pasando a mí.
Ese mismo día me hicieron una amniocentesis y junto a ella solicitamos unos arrays para mayor precisión de diagnóstico.
Salimos de la clínica en silencio, y fuimos a buscar nuestro coche. Lágrimas y más lágrimas es lo que recuerdo de ese día. “Todo irá bien” decíamos intentando auto consolarnos pese a saber que no sería así.
Decidimos ir a la playa a tomar un poco de aire fresco, pensar o simplemente cerrar los ojos y llorar lo que tuviéramos que llorar porque en esos momentos no necesitas nada más que eso, llorar.
Una semana había pasado cuando volvimos a la clínica a buscar los resultados. Estaba nerviosa, histérica, temblaba de nervios, de emoción por pensar que todo esto quedaría en una anécdota y que mi hija estaría bien. Falsas esperanzas que una persona se crea por aquello que dicen del afán de supervivencia que tenemos. Pues eso intentaba hacer, sobrevivir como fuera a aquella situación.
Entramos en la consulta nuevamente, me tumbo en la camilla, y cuando entro, las palabras sobraban. Recuerdo que la doctora me miro de la forma más tierna que alguien podría mirarme y me dedico una noble sonrisa de resignación seguida de un “no te puedo dar buenas noticias”.
Mi hija tenía una translocación cromosómica. Una deleccion intersticial del cromosoma 4q33 al 34.3. O lo que es lo mismo, la pérdida de un cachito de cromosoma. Este síndrome tiene una incidencia de 1:100.000 y si, ese 1 fue Mia.
Problemas cardiacos, discapacidad intelectual severa, malformaciones, problemas de crecimiento y desarrollo, y otros muchos síntomas son los que habría podido desarrollar mi hija.
Los médicos lo tenían claro, lo mejor sería interrumpir el embarazo. Y nosotros después de informarnos, hablar con mi ginecólogo, y meditar sobre la situación, también. Cualquier madre en su sano juicio si pudiera decidir cuál sería la calidad de vida de su hijo decidiría que fuera la mejor. Y eso hicimos nosotros. No quería ver a mi hija sufrir todos los días de su vida. No quería que mi hija pasara el resto de su vida entre médicos y quirófanos.
Dado el avanzado estado de gestación en el que nos encontrábamos (23 semanas) nos derivaron al hospital Vall d’Hebron en Barcelona. Acudimos a la primera visita en la que nos explicaron todo el procedimiento a realizar, que no era ni más ni menos que el de un parto normal y corriente.
Todo estaba programado para el 18 de Junio y tengo que decir que muy a mi pesar deseaba con todas mis fuerzas que llegara el día, deseaba dejar de sentirla dentro de mí, porque por muy cruel que suene nadie sabe cómo es la sensación de sentir como mi hija se movía dentro de mi mientras yo sabía que jamás estaría junto a nosotros, que no podría tenerla en mis brazos, que nunca le cambiaria un pañal, que jamás vería salirle su primer diente, que jamás me dedicaría una sonrisa. Nunca me llamaría mama.
18 de junio, 8 de la mañana y en mi mente el recuerdo de una niña temblorosa y aterrorizada. Tenía miedo, muchísimo miedo. Como toda madre primeriza el día de su parto, pero en mi caso sabía que volvería a casa con mi vientre y los brazos vacíos.
Recuerdo entrar la sala de partos y acto seguido una mujer adorable venir a explicarme que ella sería mi comadrona y la que asistiría el parto. No pude evitar fundirme en un intenso abrazo y un mar de lágrimas junto a ella, buscando consuelo de mi dolor, de mi miedo, en una simple desconocida que estaría junto a mí en uno de los peores momentos de mi vida.
Me desnudo y me pongo una bata verde que no deja mucho a la imaginación. Nervios.
Lo primero que hicieron fue ponerme una vía por la cual me administraban suero constante y calmantes cuando fuera necesario. Más nervios, y miedo.
Al rato vino la anestesista y me pusieron la epidural. Lágrimas, lloro y lloro abrazada a mi novio mientras le digo que estoy bien, que no pasa nada. Mentira. Estaba asustada como nunca lo he estado, quería avanzar el tiempo lo más rápido posible hasta el momento en el que volviésemos a ser felices, el momento en el que pudiéramos volver a sonreír.
Y todo empezó. A las 11 de la mañana me administraron la primera dosis de las pastillas para inducir el parto. El proceso iba a ser largo. Tenía que dilatar, romper la bolsa, dilatar más, y finalmente llegaría el momento del parto. Fueron pasando las horas y con ellas las dosis de medicación.
El 18 de junio de 2018 a las 21:50 horas, mi hija, Mia, nació para convertirse en nuestro pequeño ángel de la guarda. Para que cada noche el cielo brillara un poquito más.
Tras esta historia se esconden muchas más personas de las citadas a las que les estaré inmensamente agradecida por todo el apoyo recibido. En especial a mi pareja, Javier. Gracias.
Raquel